Habría que refundar el panteísmo. Ante todo, replantearlo desde el sentidomás virginal de la inocencia. Una fe que sea capaz de cargarse milenios deespirales empíricos de la humanidad, de vestir el tiempo de barrotes negros yacto seguido agujerear el reloj y liberarlo. Porque la libertad es el fin deltodo.

Así, un romano adoraría su escudo y un paracaidista, la gravedad. Si es quelas cosas no son como las personas, por mucho que las rompas no las hieres.Siempre acaban sirviendo de algo, aunque eso no deja de ser un ejercicioonanista colectivo.

Hay alternativas. Démonos un tiempo a nosotros mismos. Primero, querríamosser otra persona. Luego, apreciaremos las reformas que precisamos. Finalmente,al regresar, echaríamos de menos una persona que no hemos sido.

Y es que si por algo nos caracterizamos es por nuestra camaleónicatendencia de volvernos objetos. Tal y como nacimos, pero sin futuro y condemasiadas huellas dactilares en nuestro pasado.

Si el único viento que habla es el que sale de nuestros labios, ¿por quéexpresamos nuestras dudas con el silencio? Quizá porque el misterio sea unarespuesta a contraluz.

Sin embargo, con el paso del tiempo a trompicones, uno se da cuenta de quehay verbos que sólo las cosas pueden ejecutar, ¿o es que a caso tu puedesvolar? ¿O es que a caso hay alguien en el mundo que haya resucitado?

No hay guía más cómoda que el dejar que te lleven. Siempre he creído quelas luces mienten.

Mientras tanto, el tiempo sigue trepando por nuestra espalda como un koalay hay que tomar decisiones. El domingo es un buen día para confundirlas conpromesas y estas con mentiras y las mentiras con esperanza.
La edad se cuenta con domingos. Y cuando ya te has descontando, la escalametropolitana de valores te da por supuestos ciertos logros mínimos.

- Si yo tuviera tu edad...

Esa es justamente la insinuación más rastrera que le puedes hacer a alguienmás joven que tú. Da igual la edad. He visto a hombres decírselo a bebés, aunqueno se dan cuenta que cualquier teta los rechazaría.
Los relojes siguen viviendo descordinadamente y aparece la soledad. Hay quesaber cohabitarla. Si no, los teléfonos empiezan a sufrir violaciones de tuspropios dedos y mueren rápido (aunque siempre acaben resucitando). Y además,trasladas tu estado de ánimo a tu entorno. He visto mansiones tristes como sifueran chicas bonitas rechazadas o mujeres ex guapas mal casadas. Pero lascasas no se quejan, independientemente de su forma, color, tamaño y carácter.Detrás de una gran persona siempre hay un gran hogar.

Estos pensamientos me han arruinado noches de expectativas. El fastidio delas madrugadas, un servicio ofrecido por noctámbulos que te omiten. “Ey! Mirad!Estoy en trance telepático con la barra”. Cuando me mira con sus ojos que sondos copas vacías es cuando mi cerebro hace un vaivén. Un bailoteo etílico quehace que se tambalee.

La mañana siguiente me dirijo de nuevo a mi obsesión por medir lasconversaciones. Como más intrascendentes creo que son mejor las practico.Precisamente porque no las creo importantes suelo acabar olvidándolas. Así quesolo recuerdo los ridículos, esa tendencia para introducirme en la vidaparalela de las cosas y convertirme en alguna de ellas. Si una conversación esimportante para mi, de algún modo evito irme agarrándome a algún objeto. Elsobre del azúcar del café, el mechero, el maldito teléfono móvil, lo que meechen.

Quizá haya más razones de peso para justificar que el panteísmo es la únicaforma de fe que nosotros mismos retroalimentamos con el paso del tiempo. Elproblema es que la ingerimos de comida basura. Y una fe mal alimentada esimaginar mal.

Por eso, de alguna forma, me gusta la soledad. Porque me deslizo en todo loa priori inerte. Es en la soledad cuando me dedico a hacer de comadrona de lascosas. Es algo mental. Todo lo que impacta en las mentes tiene vida. Eltelevisor habla o alumbra en el peor de los casos. He conocido libros que mehan cambiado la vida como si fueran curvas en las que derrapas. Hay cedés quesabes que existen, que siguen susurrando en la estantería de tu habitación,dándote la seguridad de que existen, haciéndote sentir como un padre que tienea su hijo de Erasmus y de tanto en cuando le llama para decirle que está bien,que sigue igual de sano y que te sigue creando ese efecto único.

Sin embargo, lo peor es cuando te sientes solo de verdad, es lo másparecido a sentirse abandonado. Lo único que cambia es que realmente tu mundono te abandonado. Lo que ocurre es que sientes que no encajas en él. Lasituación es tan límite que ni la cama te acoge, que incluso tu hogar eshostil, refugiado en sus entrañas mientras te digiere y le sientas como unkebab podrido.

Llego a pensar que lo que nos da vitalidad no es un remedio o una especiede ilusión, sino creer que podemos alcanzarlo. Considero la vida una constantepersecución. Una autopista de despedidas y de rituales personales que sólocinco segundos antes de morir sabremos si valen la pena.

La culpa no es de nadie. La culpa de dejar de sentirnos como un niño conzapatos nuevos no es de nadie. Es el abandono de la apreciación en el sentidomás pasional. No me refiero a dar importancia a lo tangible, sino crear unaignorancia dentro de nosotros hacia nuestro pequeño mundo que nos descubre conuna desnudez soez.
La palabra relatividad no existe en el diccionario de las cosas. Cuandoprestamos un sentido a algo dedicamos una parte de nuestro ser a ello. Llegamosal extremo en el que la situación se invierte y un ordenador nos puede pasearcon un collar de letras al que estamos pegados. La diferencia es que él nuncanos abandonaría.

¿Hay algo que pueda separarnos? Seguramente las cosas que no se ven.Podríamos incendiarlas. Pero es imposible sin bomba.
Mi tiempo mudo
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Mi tiempo mudo

(e) Joan Rafel Mellado (i) Adrià Suñé

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